Un niña te ofrece una flor blanca de bienvenida. No la identifico, pudiera ser una rosa silvestre y ni siquiera parece cultivada, da igual. Lleva poco tiempo cortada y es un presente gratuito en el sentido estricto de la palabra: coste cero, solo la voluntad de hacerlo. Simplemente hay que salir por la mañana, recorrer la senda que lleve hacia el lugar donde crezca y cogerla con cariño para alguien a quien no le has visto el rostro. El occidental sin faz reconocible baja del coche tras un par de horas de traqueteo en sus costados y su baja espalda y aterriza en un contexto de precariedad digna en forma de arquitectura escolar espartana. Se abruma ante el espectáculo de una masa de infantes que te agasajan y saludan gentilmente, y se abochorna por lo inmerecido. Se entiende que el ofrecimiento representa algo concreto y conceptual: la generosidad de un donante, la entrega de un voluntario o la eficacia ganada a pulso por un cooperante. La pequeña persona se acerca, te mira y te entrega el presente. Tú devuelves la sonrisa y guardas con cuidado el cúmulo de pétalos. Sientes que es algo directo, sincero y no manchado por el vil metal que todo lo impregna en nuestro sistema globalizado. Se agradece en estos tiempos.